lunes, 10 de mayo de 2010

O que eu aprendi com voces…

Buena gente (diciembre, 2008) Me gusta la gente silenciosa. La gente que no hace ruido, la que apenas se percibe. Me gusta la gente que está hecha “de buena madera”, como decíamos en la Misiones de mi infancia. Me gusta la gente que no se marea fácil, que no se encandila, la gente que presta atención. Tengo debilidad por las personas amables. Me gusta la gente seria, casi antipática que, sin embargo, está cuando tiene que estar. Me cansan las risotadas altas de quiénes nunca se comprometen, la simpatía extrema de los traicioneros. Me cansa, especialmente, la gente que sólo dice lo que el otro quiere escuchar. Entiendo la sinceridad como la mayor expresión de respeto posible entre dos personas. Mi mentor periodístico me dijo una vez, en esa oficina sin aire acondicionado que supimos compartir, que la calidad de una persona se mide, no por como trata a sus superiores, sino por como trata a los subalternos. Ese concepto no se me olvidó más. Menciono esto porque a veces, especialmente en trabajos administrativos, nos vemos tentados a creer que la falsa diplomacia y la política barata son importantes. Que la espalda de alguien puede utilizarse como escalera laboral, que es posible quedar bien con el cielo y con el infierno y que siempre hay que estar cerca de quienes brillan con más fuerza, de quienes sobresalen. Concentrarse en los que están arriba y olvidarse de los que están abajo. Tal vez no me crean, pero las palabras de mi amigo periodista aun resuenan en mi mente. Y pienso en la gente sin estridencias que hace posible que la máquina infernal de una televisión funcione. Felipe tiene una computadora de edición que se traba más de cuatro veces al día. Para que un programa salga al aire, a menudo él le roba el auto al padre y se viene de madrugada a chequear que el archivo esté bajando en Internet. Trabajamos juntos hace cuatro años. Nunca habló mal de un compañero, nunca me elogió, nunca se dejó engañar por el carácter seductor de un oportunista. Mi jefe no termina de entender como ese desparpajo de 24 años, que en pleno siglo XXI usa vaqueros nevados, es mi mano derecha. Estamos en diciembre. Los directores, presidentes y demás administrativos recibirán infinidad de tarjetas que no leerán, pero que revelan un estatus elevado. Felipe no está en ninguna lista y si recibe una tarjeta, será de su familia o de algún amigo. Pero él representa a esa gente silenciosa a la que me gusta mirar. Buena gente, de buena madera. Gente que no brilla, pero que es esencial para que el mundo funcione, y para que funcione bien. En un mes de fiestas, con tanto brillo, tantas luces, tantos regalos, guardo conmigo la sabia observación de mi viejo amigo periodista. Y elijo, nuevamente, rodearme de buena gente. Insisto. Me gusta la gente silenciosa. La gente que no hace ruido, la que apenas se percibe...

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