miércoles, 5 de mayo de 2010

La fiesta que nunca tuve.

Tenía quince años cuando mis padres se separaron। Recuerdo el día que llegue del colegio interno y las cosas de papá ya no estaban en casa। No me sorprendió, el corazón de mi viejo había salido de casa mucho antes que su ropa. Recuerdo también la noche en que percibí que el mundo que conocía se había ido para siempre. Hasta la semana anterior el gran drama de mi vida era no gustarle al chico que se sentaba detrás de mí en el aula. Recuerdo el exacto momento en que noté lo irrisorio de ese pequeño drama que ya no tenía cabida en mi vida. Había que reconstruir la familia de cero, los problemas del corazón tendrían que esperar. Así es como vamos perdiendo la inocencia.
Recuerdo el desconcierto. No hubo muchas lágrimas, había que reaccionar rápido, ajustar la vida financiera, no perder materias en el colegio, velar por las necesidades de mi hermano menor, acompañar a mi vieja. Ese año no lloré mucho, pero recuerdo esa sensación de estar caminando sobre un suelo que podía abrirse en cualquier momento y tragarme. Recuerdo, sobre todas las cosas, a mi madre cada vez más delgada, el rostro angustiado, los ojos tristes, la culpa por no haberles dado a sus hijos una familia mejor. Las personas tímidas aprendemos a observar, tal vez porque ese es el único modo de interactuar con el mundo. De esos años guardo algunas imágenes, conversábamos mucho con mi mamá, pero lo que guardo son imágenes: mi vieja, quebrada por dentro, caminando las quince cuadras que separaban nuestra casa del colegio secundario donde ella enseñaba Lengua y Literatura. Mamá se concentró en educar a sus dos hijos adolescentes y en pagar colegios privados. Para ella la educación era la única herencia posible y necesaria, y no se negociaba. Algunas mujeres se ponen siliconas, otra salen en busca de un nuevo amor, otras se sientan a hablar pestes de su ex. No mi vieja, no había tiempo. Mamá nos cargó a mi hermano y a mí en los hombros y nos sacó adelante. Mi vieja tiene espaldas fuertes. Mi vieja se esforzó para que no perdiéramos nuestra adolescencia. Viajamos con el coro, fuimos a la playa en el viaje de graduación, tuvimos zapatillas nuevas cada vez que comenzaron las clases. Yo sabía que cuando mi vieja me mandaba un billete de 10 pesos “para que salgas a tomar algo con tus amigos”, ella había dejado de comprar el café malta y pasado a desayunar mate cocido hasta el próximo sueldo. Esa nobleza te cala en el alma. No tuve coraje de convertirme en una mujer superficial. Mi vieja no lo sabe, pero los fines de semana que pasaba en casa, muy temprano, cuando ella creía que estábamos durmiendo, yo la escuchaba llorar en la cocina, hablando con Dios con la misma naturalidad con la que hablaba con nosotros. Supongo que las espaldas de mamá eran fuertes porque dejaba que Dios la abrazara todos los días. Cuando yo bajaba para desayunar veía el mate ya lavado y la Biblia quietita en un rincón de la mesada, y sabía que Dios y mi mamá habían estado mateando juntos esa mañana. Dios para mí es tan real como el vecino de enfrente. Cómo no serlo, si durante todos esos años difíciles, Él vivió en nuestra cocina. No tuve fiesta de quince, yo había elegido un burgués viaje a Disney. Imaginarán que en el caos de la separación el viaje nunca se realizó. Seis años más tarde mamá recibió de mi padre el dinero necesario para arreglar el techo de casa. Mi vieja me miró con ojos pícaros y me dijo “Ni loca. Este dinero es para que viajes a Israel, para que visites los lugares donde Jesús estuvo, todavía te debemos el viaje de quince”. Aún la veo en el aeropuerto despidiéndome, los ojos brillantes, felices, ilusionados, creo que solo la volveré a ver tan feliz el día de mi boda. No necesito aclarar que ese viaje fue uno de los momentos marcantes de mi vida espiritual. Mi vieja tenía una lucidez espiritual que desafiaba la lógica y el sentido común. Gracias a Dios por esa lucidez. Todas esas imágenes construyeron la persona que soy. Pero la vida cambia, mamá tuvo un desgaste emocional del que nunca se recuperó, Giovani y yo crecimos y nos volvimos más egoístas. Nos bajamos de las espaldas de mi vieja y empezamos a caminar solos. Cuando me convertí en adulta, junto con la independencia financiera llegaron las discusiones con mi vieja, nos distanciamos, nos volvimos más formales. La última vez que la vi fue hace más de un año, cuando la visité en Alemania. Discutimos, cómo no. Hay un período en el que dejamos de convivir cotidianamente con nuestros padres y nos volvemos extraños. Yo tengo amigos que a ella no le caen bien y ella me elije pretendientes que a mí no me gustan. Para evitar discusiones hablamos de trivialidades o de viejos conocidos en común. La vida nos llevó por caminos diferentes. Y a pesar de los dos años sin vernos, mi estadía en Alemania tuvo sus momentos ríspidos. Hasta ese jueves en que fuimos a Nüremberg y ella me llevó al mayor archivo sobre nazismo que existe, heredé de ella mi amor por la historia. Yo estaba irritada y de mal humor, con ese mal humor típico que sólo nos permitimos cuando estamos con alguien que nos ama incondicionalmente. Caminé por el museo, aprendí muchísimo, saqué conclusiones y disfruté de esa magistral clase de historia. Hasta que pasé por un corredor con un enorme ventanal que daba al café. Y la vi. El mismo cabello rojo, el mismo rostro, los hombros un poco caídos. Habían pasado mas de diez años pero yo le vi la misma mirada, esa mirada triste que tenía cuando no se permitía llorar porque tenía que caminar las quince cuadras hasta el colegio para dar clases y pagarle la universidad a esa hija intelectual que había parido un 20 de abril. La vi así, sentadita, con la misma mirada de una nena perdida, sin pedirse un café siquiera para ahorrarse esos euros y regalármelos antes de volverme a Brasil. Ahí estaba ella, entreteniéndolo a Werner, su marido, para que no se impacientara y yo tuviera más tiempo de pasear por el museo. Era ella la que tenía que estar mirando las fotos y escuchando las explicaciones, era ella la que amaba la historia de la Segunda Guerra, la que me había enseñado de chica a ser intolerante con cualquier tipo de racismo, a admirar al pueblo judío porque según ella “Dios los ama un poquito mas que al resto”. Yo sabía cuánto ella habría disfrutado de ese museo, pero se había quedado afuera para pagarme la entrada a mí, para dejarme disfrutar sola y en mi tiempo un paseo con el que ella había soñado toda la vida. Ella levantó la cabeza y me vio, sus ojos tristes, aún así sonrió, ella estaba feliz con mi felicidad, así de simple. Sentí una punzada en el corazón. Y me sentí una infeliz. Mamá no lo sabe, pero el resto del trayecto lo hice llorando, de hecho, me fui antes de terminarlo y la busqué y caminamos juntas y yo me esforcé por contarle todo lo que había aprendido. Mi vieja sigue teniendo espaldas fuertes. Me hubiera gustado heredar el cabello rojo de mamá, pero heredé su fuerza. Y cuando mis espaldas no son tan fuertes, una llamada telefónica y ella consigue ponerme de nuevo en pie. Este domingo es el día de la madre en prácticamente todo el mundo, menos en Argentina, lo celebramos en octubre. Ustedes sabrán entender mi urgencia. Yo me permito homenajearla un par de meses antes. Feliz día, má। En todos estos años, más que escucharte, ha sido un placer mirarte.-

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