miércoles, 26 de mayo de 2010

Cartonera (2008)

Fue en marzo del 2005. Era la primera vez que volvía al país desde mi mudanza a Brasil. Estaba en Buenos Aires, haciendo papeles en el consulado y visitando amigos. En una de esas salidas, estábamos comprando empanadas, y nos acompañaba Samira, la cachorrita salchicha de Cecilia. En un descuido, Samira hizo pis en el local y desesperados pedimos algo para limpiar el piso, y de paso, limpiar también nuestra pequeña humillación burguesa. Lo único que conseguimos fueron servilletas de papel, así que limpié el piso y salí a la calle a buscar un basurero para tirar el improvisado pañal de Samira. No encontré un basurero, pero vi una enorme bolsa de consorcio negra llena de cartones y sin pensarlo dos veces, tiré las servilletas sucias en la bolsa. Y cuando levanté los ojos, la vi. Estaba vestida con jeans y camiseta y buenas zapatillas, estaba vestida como me vestía yo a su edad, típica clase media de los 90. No tenía más de 19 años. Sólo cuando la vi con cartones en la mano y parada al lado de la enorme bolsa, me cayó la ficha. La chica era una cartonera y yo había usado la bolsa donde estaba juntando los cartones como basureo para la servilleta llena de pis de perro. La chica, bonita, educada, tan parecida a mí, me miró con una dignidad indescriptible. Me morí de la vergüenza. Pero de esa vergüenza que sale del alma. Sentí, claramente, que le estaba faltando el respeto a alguien que estaba trabajando, con responsabilidad y honestidad. Balbuceé, muerta de vergüenza, una disculpa, intentando rescatar la servilleta y la chica me dijo que la dejara ahí, que no había problema. Y siguió trabajando. La chica me miró a los ojos, serena, tranquila y cuando vio mi desesperación por retirar la servilleta se preocupó por aclararme que estaba todo bien, que no me preocupara. Había una dignidad tan natural en esa chica, una aceptación tan sana de su trabajo. No había complejo, ni culpa, ni resentimiento. La piba estaba trabajando, así de simple. Inspirar respeto no es algo que dependa de las circunstancias, es algo que viene de adentro, que sale por los poros, que tiene que ver con la manera en que nos miramos a nosotros mismos. Pocas veces me sentí tan desubicada y tan patética como frente a esa cartonera. Donde yo veía una bolsa de basura había, en realidad, una herramienta de trabajo. Una manera digna y honesta de ganarse el pan. Esa noche entendí que había una nueva Argentina. El país era otro. Durante mucho tiempo estuve encerrada en mi pequeño mundo universitario. Pero la verdad era que el país millonario de principios del siglo XX se había ido para siempre. Esa chica, diez años antes, habría viajado a Miami con su familia. Hoy, recolectaba cartones en Once para venderlos. Y lo hacía con digna naturalidad. Saben que es lo que más admiran los brasileros de nuestra gente, de nuestro país? Ese empuje, esa fuerza para no aflojar, ellos admiran el fútbol argentino porque los jugadores son “raçudos”, o sea, de raza, no aflojan, pueden estar perdiendo humillantemente, pero dejan el alma en la cancha hasta el último segundo. Y los brasileros consideran eso admirable, a pesar de la rivalidad. Cierta ingenuidad desapareció en aquella noche de verano en el barrio de Once. Mi país había cambiado. Había gente que vivía de vender cartones, que es una manera “raçuda” de hacerle frente a la pobreza. Yo aún recuerdo impresionada, casi con reverencia, la dignidad de la chica que no se ofendió cuando confundí su trabajo con un basurero cualquiera. No voy a olvidar nunca esa dignidad, no quiero olvidarla. Porque aunque parezca difícil de creer, ese día, junto con la compresión tardía de que mi país había cambiado para siempre, también sentí, por primera vez, un sano orgullo por lo que podíamos ser. Poco me importa si Buenos Aires es, o fue, la París de Latinoamérica. Yo vi el país que quiero, el país que considero posible. Lo vi en la mirada digna y respetable de la cartonera de Once.-

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