miércoles, 9 de junio de 2010

Feliz cumpleaños, Pá…

De pérdidas (2008) En los últimos días he pensado bastante en mi papá. Tal vez sea ese aire que se respira aquí en Brasil, ya que el domingo fue el día del padre. Recordé que de chica yo creía que mi papá era, literalmente, el hombre más hermoso del mundo. Pasaba horas mirando sus manos, que me parecían bellísimas. Cuando crecí, mamá me dijo que había tenido mucha suerte en heredar esas manos. Guardo algunos flashes. Con siete años, mientras mi papá encendía el calefón a leña de casa, me explicó que existía un acento que no se veía y que se llamaba acento prosódico. Cuando estudiamos ese tema en la escuela, años más tarde, me sentí importante porque mi papá me lo había explicado antes que la maestra. Cuando viajábamos en familia, nos reíamos hasta que nos dolía la panza. Papá nos hacía reír. No fue de extrañar que el primer chico del que me enamoré también me hiciera reír. Nos encantaba dormir todos juntos en la cama y desayunar juntos en esa misma cama que fue quedando chica a medida que mi hermano y yo crecimos. Y el hogar a leña… papá lo encendía y nos sentábamos todos a mirar las brasas, a conversar, a estar juntos. Mis padres conversaban mucho, así que yo los miraba y pensaba “la clave de un matrimonio es ser amigos”. Con diez años ya me parecía genial la idea de casarme con alguien que se convertiría en mi mejor amigo. Recuerdo su entusiasmo la primera vez que volví del colegio interno sola, en colectivo. Yo era chica, fue un evento importante, como una iniciación a la vida independiente. Había algo parecido al orgullo en la sonrisa de mi viejo. Viajando alguna vez los dos solos, cuando yo tenía 14 años, le conté que quería ser periodista, pero le dije que no estaba segura de que mi voz fuese buena en radio. Él, con la vista al frente y las manos en el volante, me dijo “mirá que a veces la voz suena mejor de lo que pensamos, yo escuché la mía una vez en radio y no sonó tan mal”. Y así, con esa levedad, espantó el miedo. Un año antes de que mis padres se separaran, fueron a buscarme al colegio. Cuando lo vi a mi viejo llegando de sorpresa, lo llamé gritando, corrí y me tiré en sus brazos, aún recuerdo la sensación de plenitud y felicidad. Tenía 14 años. Yo no imaginaba que esa sería la última vez que nos abrazaríamos tan fuerte, con tanta felicidad y sin tener el corazón quebrado. Mi viejo, el médico de rostro bello y manos que me cautivaban no estuvo cerca cuando me convertí en adulta. Lo volví a abrazar con la misma intensidad once años después. Vi en sus ojos una tristeza profunda y supe que a él también le había dolido. Ver esa tristeza fue importante para mí. Saber que a él no le dio lo mismo perderme. Conocí a su hijo y, sin que él se diera cuenta, tuve que llorar en el baño antes del almuerzo. Meses después me mudé a Brasil. Guardo estas pocas imágenes e intento hacer un álbum en mi memoria para que ocupen el lugar de tanto vacío, de tanta pérdida, de esa relación que se cortó tan de repente y que se pareció tanto, pero tanto, al abandono. Estas ideas me trajeron a la mente las palabras de John Irving, sobre su novela “Until I Found You”, que relata la jornada de un hijo que decide buscar al padre que lo abandonó. “Creo que el día a día de todos los seres humanos, no importa donde vivan o que nacionalidad tengan, consiste en eso: en poder continuar con la vida una vez que algo de ella nos ha sido arrancado”.-

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