jueves, 16 de junio de 2011

Para Cecilia Andrea…

More (2008) Las recuerdo de blanco conversando en el patio de la escuela. Maestras de guardapolvo y dicción perfecta. Yo las miraba y sabía que era eso lo que quería hacer: enseñar. Me acuerdo de la seño Yoli, del jardín de infantes. Ella me enseño los colores primarios y a pintar con tempera. Recuerdo especialmente la dulzura con la que nos hablaba de Jesús, lo hacía tan real que hasta parecía que estaba sentado con nosotros en esas sillitas de colores. La seño. Ese era el nombre sagrado con el cual llamábamos a las maestras.

Recuerdo a las maestras Evelina y Felisa. Cuando nos daban clases de Biblia prácticamente representaban las escenas, todavía las veo en el aula, éramos nenes de siete años, pero aún guardo en la memoria las historias bíblicas que ellas contaban. Se grabaron a fuego.

En quinto grado pasamos de la seño de guardapolvo al profe Elías, que usaba corbata. Él era “el profe”, e inspiraba un respeto que se parecía mucho a la reverencia. Cuando algunos de los chicos levantaba la mano para responder una pregunta, el profe lo escuchaba con un respeto que aún me emociona. Y yo, que era una nena problemática, de repente pasé a ser tomada en serio por el profesor más admirado de la escuela. Y con diez años descubrí que a alguien le interesaba lo que tenía para decir.

La seño Virginia era la directora. Y confieso, le teníamos miedo. Yo no era popular, cuando no estaba en el mundo de la luna, estaba peleándome con algún compañerito. Supongo que la mayoría de los adultos estaban demasiados ocupados para percibir la tristeza y la soledad que se escondían detrás de mi furia. Y un día esa furia cruzó los límites y fue a parar en un compañero y en los puntos que tuvieron que hacerle en el hombro.

Aún recuerdo la sensación de estar sola en la dirección, con ocho años, convencida de que mi vida se había terminado. Y llegó la directora, y yo pensé que me iba a morir, ahí mismo, del miedo y la vergüenza. Y la seño Virginia, tan seria como siempre, hizo algo que yo no esperaba: me preguntó qué había pasado y me escuchó. Y cuando supo que yo había reaccionado a una provocación, llamó a mi compañero y repartió la culpa. Nos llamo a los dos a su oficina, nos hizo pedirnos perdón mutuamente, darnos un beso en la mejilla y elegir entre dos castigos posible. Los dos elegimos participar del picnic de escuela y quedar afuera del acto de fin de año.

Tengo casi treinta años y aún me faltan palabras para describir lo que significó para mí ser tratada con tanto respeto, con tanta consideración, con tanta dignidad. Ese momento significó un antes y un después en la formación de mi carácter. Para mí, y disculpen la intensidad de mi opinión, echar a un chico de la escuela es inadmisible. Nadie puede preveer el potencial de un niño tratado con el debido respeto y con el afecto necesario.

En hebreo, maestro se dice “moré”, que significa “guía” y “rebelde”. Y me parece tan pertinente este aparente contrasentido, porque guiar, necesariamente, será es un acto de rebeldía. Rebelarse contra todo lo que pueda lastimar a un niño. Rebelarse contra la ignorancia, la injusticia y las propias limitaciones. Rebelarse incluso contra los contratiempos, la ausencia de recursos y la falta de sueldo a fin de mes. Rebelarse contra la oscuridad y guiar a los más pequeños hacia la luz del respeto, la aceptación y el conocimiento.

A mis maestros del pasado, a quienes le cabe tan bien la palabra “moré”.

A los maestros del presente, que eligen no desistir de los chicos que aparentemente no tienen remedio.

A los rebeldes que eligen guiar a pesar de la oscuridad social.

A todos ellos, mi gratitud.-

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