miércoles, 28 de diciembre de 2011

El árbol pinchudo

Foto sacada por Ana Cecilia, de 5 años (quien algún día ilustrará mis libros con sus fotografías)

Página 12, diciembre 2011

Por que no me gusta la Navidad (por Violeta Gorodischer) Ahora que lo pienso, creo que la Navidad no me gusta por algo que vi de chica, en un shopping, en un paseo o en un lugar parecido que ya no importa. El tema es que había un hombre. Que en la mirada de aquel hombre se concentraba la injusticia de esa cosa llamada Navidad. La cuento en presente: somos seis, siete chicos. Hay renos de mentira. Hay nieve artificial. Hay padres fastidiosos. Mucho calor. Promotoras vestidas de rojo hacen pasar a todos para sentarlos a upa del señor de barba blanca. Mamá me deja parada a un costado mientras aprovecha las promociones de una festividad ajena. No para que pida, sino para que me entretenga. –Quedate acá, en diez minutos vengo a buscarte. No te muevas –dice. Da tres pasos, gira y vuelve hacia mí: –Está disfrazado –aclara por si quedaban dudas. Después se va. Una de las promotoras se lleva a la nena que pidió Barbies mientras la otra hace pasar a un rubiecito de no más de seis años. Con una sonrisa, el hombre lo sienta sobre él y le pregunta su nombre, pero el nene no contesta. Dale Nico, ahora, tirale de la barba, grita un padre desaforado y el hombre siente, o creo que siente, unas manos regordetas, calientes y pegajosas que le suben por las mejillas. Que le lastiman la cara, que le queman la piel. Su expresión transmite un dolor cada vez más intenso hasta que al fin el nene lo suelta. Extasiado, salta al suelo para correr hacia el padre. Sí, es de verdad, grita. Pero mucho no le importa que la barba sea verdadera. Ni le importan la risa, ni la sonrisa, ni las preguntas que el hombre le quiere hacer. “Vos no sos Papá Noel”, dispara. No mide más de un metro veinte, lo mira muy fijo a los ojos y repite: no sos. Detrás, los otros nenes se ríen. El hombre sonríe. “Sí soy –dice–, soy.” “No”, dice el nene, pero más que decirlo lo grita. Después pisotea los pies del hombre, que amaga una tregua de alfajores. El nene los revolea y salta sobre él dispuesto a sacarle el gorro. Al intentar evitarlo, el hombre provoca un golpe que le quiebra los anteojos sobre la cara. Ahora sangra. Todos enmudecen. El nene retrocede. Yo también. El hombre se agarra el tabique pero sé que lo que siente es vergüenza. Por eso se tapa la cara, se inclina hacia atrás, gira la cabeza y le hace al guardia una seña para que venga en su ayuda. Las promotoras dispersan a los padres, yo no veo a mamá, y en medio del alboroto, el hombre se quita las manos de la frente. La sangre baja por su nariz. Soy la única que los ve: el nene intenta soltarse. Leo en los labios del hombre: “Por qué no le decís a tu papá que se vista de Papá Noel, y le hacés todo lo que me hiciste a mí”, le dice. El nene tira con fuerza y empieza a correr. Cinco minutos después, mientras sigo esperando a mamá, regresa aferrado a una mujer tan rubia como él. El hombre y yo miramos al mismo tiempo ese andar firme de tacos altos, el ceño fruncido, las pulseras de plata que chocan entre sí. Creo que tengo miedo. El, resignación. Pronto están a sólo centímetros de distancia y el hombre traga saliva. “Te voy a denunciar por maltrato, te voy a hacer echar”, dice ella. El se incorpora, intenta correrse a un costado. “Nada más le dije al nene por qué está mal lo que hizo, señora”, dice. “Y vos quién sos para decir eso, negro de mierda.” El hombre, los puños cerrados, baja la vista. Las promotoras miran en silencio. Una mano agarra mi mano y me sobresalto. Es mamá, con tres bolsas gigantes. ¿Y? ¿Algo divertido? (del suplemento femenino Las 12)

martes, 1 de noviembre de 2011

basta de engaños!

Aportes de gente que quiero…

Huguillo

acostarse recién bañadito; decir que no; ayudar a un insecto que está por ser devorado por una araña; ver una final en la popular; pilotear un barquito de papel después de la lluvia; reírse a carcajadas con un amigo

Vero

cantar con toda la voz aunque desafines; caminar descalza en el pasto mojado de la mañana; mirar todas las puestas de sol posibles; vivir en una isla desierta

July

acostarse con sábanas recién cambiadas; sentir el olor a tierra mojada; encontrar algún dinerito en un pantalón que ya no usás; dormir bien tapadito en invierno

octubre en Montevideo

Quedarse quieto también puede ser un acto de fe.

sobre Jane Austen

"Desde luego que Jane Austen, por su breve obra cubrió un campo infinitamente menor que las Brontë, George Eliot o cualquiera de sus rivales posteriores; pero yo siempre he creído en las victoria de las naciones pequeñas" G. K. Chesterton, escritor británico (1874-1936)

Et Dieu a créé à l'homme

Peter OToole (1932-) Yul Bynner, actor (1920-1985)

domingo, 25 de septiembre de 2011

Todavía duele

Foto que me sacó Glauce en San Telmo, Buenos Aires, la tarde que descubrí que Brasil todavía duele.

(agosto, 2011)

jueves, 15 de septiembre de 2011

el arte de la simplicidad...

‘Creo en el color rosa. Creo que reírse es el mejor ejercicio para quemar calorías. Creo en besarse y besarse mucho. Creo que las chicas felices son las más bonitas. Creo que mañana será otro día. Y creo en los milagros’.

Audrey Hepburn, actriz y embajadora de Unicef (1929-1993)

domingo, 11 de septiembre de 2011

de un libro que Rosana me dejó...

"The biggest obstacle to a true relationship with God is our belief that the relationship depends, ultimately, on us".

William A. Barry, SJ (escritor y profesor de la Orden Jesuita)

viernes, 9 de septiembre de 2011

Epílogo

En 1966, John Berger (foto, Londres, 1926) escribió ‘Un hombre afortunado. Historias de un médico rural’, cuya reseña apunta: “es un libro de absoluta vigencia, una lúcida meditación sobre el valor que le asignamos a una vida humana y sobre cuál es el verdadero rostro de la medicina.

En la 8ª edición de Alfaguara figura el epílogo escrito en 1999 por el propio Berger. Lo transcribo porque pocas veces vi el tema del suicidio tratado con tanto respeto y tanta humanidad.

Epílogo

Cuando escribí las páginas precedentes ­–y pienso en particular en las últimas, donde se habla de la imposibilidad de resumir la vida y la obra de Sassal- no sabía que quince años después se suicidaría.

En una cultura como la nuestra, en la que priman la inmediatez y el hedonismo, se suele considerar que el suicidio es un comentario negativo. ¿Qué falló?, pregunta, ingenua. Pero el suicidio no constituye necesariamente una crítica de la vida a la que pone fin: puede que pertenezca al destino de esa vida. Ésta es la visión de la tragedia griega.

John, el hombre que tanto quise, se suicidó. Y, en efecto, su muerte ha cambiado la historia de su vida. La ha hecho más misteriosa. Pero no más oscura. No es menos luminosa ahora; simplemente, su misterio es más violento. Y este misterio hace que me sienta más humilde frente a él. Y frente a él, no intento encontrar lo que podría haber anticipado y no supe ver, como si de todo lo que intercambiamos se hubiera quedado fuera lo esencial. Más bien, ahora parto de su violenta muerte y, desde ella, miro atrás y contemplo con mayor ternura lo que se propuso hacer y lo que ofreció a los demás, mientras pudo aguantarlo.

1999