viernes, 9 de abril de 2010

Cuando Dios habla.

Habrán notado cierta predilección por escribir sobre seres extraordinariamente comunes. No es difícil de entender, esas son las personas que me gusta mirar. Y es algo que aprendí de Dios. Dios tiene un interés absurdo por las personas comunes. Por eso me asombra la descripción que el Apocalipsis hace del Cielo. Tanto oro, tantas joyas, tantas mansiones, si yo tengo la impresión de que Dios se siente más cómodo debajo de un árbol hablando con el jardinero. No me imagino a Dios entre tanto brillo, si cuando vino a salvar al mundo, pasó treinta años escondido en una polvorienta carpintería de pueblo chico. Especialmente me gusta mirar a la gente común, porque es ahí donde descubro los rasgos más bellos del carácter de Dios, de ese Dios que se ha acercado a mí, como un amante tímido, a través de personas anónimas, ignoradas, impensadas. Siempre me ha hablado a través del silbo apacible. La última vez fue hace algunos días. Las situaciones de estrés se vuelven más difíciles de gerenciar cuando estamos lejos de nuestro natural grupo de contención. Eso me sucede aquí en Brasil, donde la nostalgia, generalmente, le añade una que otra gota amarga al trajín del día a día. Y ahí estaba mi hermano, del otro lado del teléfono, escuchando mi listado de estrés laboral, de luchas espirituales, de desafíos, de solitario desierto, y cuando menos lo esperaba, certero como solo él consigue ser, me dijo: “tal vez estés pasando por el desierto para que en algunos años saques a Israel de Egipto”. Pavada de metáfora. Sin embargo, ahí estaba la sutil voz de Dios recordándome que cuando elegimos trabajar para Él, hay que pasar por la escuela del desierto. La preparación es ardua, Dios tiene la disciplina de un entrenador olímpico. Pero así es como Dios habla la mayoría de las veces. Simple. Claro como el agua. Sin vueltas teológicas. Objetivo y al punto. Y después de esa respuesta de mi hermano menor, no tuve argumentos para seguir quejándome en el teléfono. Si lo ven a mi hermano con su caminar tranquilo en la rambla montevideana, el infaltable termo de mate en la mano y una barba de varios días, difícilmente imaginen que es la persona que Dios elige para hablarme, alto y claro, cuando estoy demasiado cansada para escucharlo. Mi hermano no es una persona institucional, pero sabe cómo hacer que la Biblia tenga sentido en su día a día. La aplica de manera práctica a cuestiones prácticas. Él no aparenta, él es. Así que en esta tierra extraña, con cierto aire tropical y un idioma nasal que se me retoba más de una vez, elijo, nuevamente, caminar cerca de la gente común. Descubrir al Dios de sandalias de cuero, túnica gastada y manos llenas de astillas que miraba a quien no era visto por nadie más. Sigo los pasos del maestro. Quiero conocer al Dios que me habla a través de quienes, aparentemente, no tienen nada para ofrecer. No quiero una religión que encandile, quiero una religión que nutra. Elijo seguir al Dios de mi hermano menor, ese Dios que tiene una respuesta simple para curar heridas complejas. Sé que en el Cielo nos esperan calles de oro y un mar de cristal. Pero ustedes sabrán disculpar. Yo nací en Misiones. Espero que Dios ya haya plantado un árbol de paraíso o un lapacho, para sentarnos a conversar en esas tardes sin final que el Cielo promete. Esta columna seguirá siendo una columna sobre seres anónimos y sin brillo. Porque ésta, seguirá siendo una columna sobre el Dios que se hizo carpintero para poder mirar al hombre común, a los ojos.-