viernes, 3 de julio de 2009

Aparecida

Cida tiene cuatro hijos. Pero me llamó la atención que en sus referencias cotidianas sólo mencionara a tres. Tal vez uno de ellos ya es grande y salió de casa, pensé. Cuando le pregunté, los labios se le curvaron en una sonrisa triste. Acaso existe algo más triste que una sonrisa triste?. El tercer bebé de Cida nació con una anemia fuerte, sin los cuidados necesarios el bebé no sobreviviría. Cuando hablamos de cuidados hablamos, por supuesto de dinero, tiempo, recursos. Cida no tenía ni uno de los tres. No podía dejar de trabajar limpiando casas porque dos hijos más dependían de ese dinero y además, la bebé necesitaría de remedios, alimentos y otros menesteres que escapaban al presupuesto de Cida. Cida le entregó su hija a un matrimonio que podía cuidarla, obviamente, hasta que la bebe mejorara. Y, obviamente también, Cida esperaba recuperar a su hija cuando mejorara. Cida es pobre, siempre fue pobre. Sabe leer y escribir, fue a la escuela pero ya de adolescente tuvo que trabajar para ayudar en la casa. Cida es inteligente, y coqueta y muy noble. Tiene menos de 35 años pero su piel ya está curtida. Su hija de 15 es una de las adolescentes más hermosas que conozco, se le hacen hoyuelos cuando sonríe. Recibió ofertas para ser modelo, pero es demasiado tímida. Pero esa no es la hija que Cida le entregó al matrimonio. Cida es una bella madre, cuidadosa, preocupada, accesible, continúa limpiando baños para alimentar a sus hijos. Me la cruzo en el trabajo de vez en cuando, limpia las oficinas. Es educada, sonríe y saluda y pide por favor cuando tiene que retirar la papelera que está debajo del escritorio. Pero Cida es pobre. Y lo más triste de la pobreza no es la falta de recursos o de instrucción, es ese espíritu abatido del “yo no puedo”. Hay algo en la mirada de Cida que está quebrado. Ella se convenció del discurso social que escuchó toda la vida, “sin dinero no se puede”, “usted espere en la fila”, “para usted no hay”. Cida dejó de creer que la pobreza era un accidente social y pasó a creer que era su destino. Imagino que cuando sos maltratada, como ella lo fue, en un hospital público, te acostumbras más fácil a la idea de que no hay lugar para vos en ningún lado. Cida sólo ve a su hija de lejos, cuando la espía en el colegio o en la calle, sólo para confirmar que está bien. El matrimonio no quiso devolverle el bebé y después de un tiempo Cida terminó firmando los papeles de adopción. Yo, desde mi cómoda postura burguesa le pregunté indignada por qué había firmado los papeles, si cualquier juez le daría la tenencia. Cida me miró y me dijo “para qué, si yo nunca iba a tener dinero para pagar un abogado”. Se me estrujó el alma. Cida no sólo no tenía el dinero, como tampoco tenía la capacidad de imaginar, que tal vez, algún día, podría conseguir ese dinero. La pobreza mata las ilusiones. “Pero ella está bien, me dijo Cida, yo sé que está muy bien cuidada y que tiene cosas que yo nunca podría darle”, y después agregó, en voz baja, “pero yo sueño todos los días que ella viene a vivir conmigo”. Detrás de la adopción no siempre hay una madre indiferente o desalmada. A veces hay mujeres como Cida, que aman lo suficiente a un bebé como para entregarlo a otra mujer con tal de salvarles la vida. Mujeres que escucharon toda la vida “no se puede” y terminaron creyendo que era así. La sonrisa triste de Cida no se me va a olvidar jamás. A toda las madre que como ellas consideraron que desprenderse de sus hijos era el mayor acto de amor que podían ofrecerle. A todas las madres que perdieron a sus hijos a manos de la burocracia y la injusticia social. A todas ellas, mi más profundo respeto.