martes, 19 de mayo de 2009

De sutilezas

En la magnífica película de Denys Arcand, “Las invasiones bárbaras” (2003), existe una escena que me parece particularmente significativa. Un profesor de historia con cáncer argumenta apasionadamente con una monja que lo visita todos los días en un decadente hospital canadiense. Ella, perpleja, pero sin perder la dulzura que la caracteriza, escucha de boca del profesor ateo un registro fidedigno de las atrocidades que empañaron la historia de la humanidad:”Al contrario de lo que se dice el siglo XX no fue tan sangriento. Se admite que las guerras dejaron 100 millones de muertos. Agréguense 10 millones en los gulags rusos. En los campos chinos, digamos 20 millones. Un total de 130, 135 muertos, no es tan impresionante. En el siglo 16 españoles y portugueses consiguieron, sin cámaras de gas o bombas, hacer desparecer 150 millones de indios en América latina... Incluso con el apoyo de su Iglesia, fue un gran hecho histórico, al punto que holandeses, alemanes, ingleses y americanos, se sintieron inspirados y masacraron 50 millones, un total de 200 millones! La mayor masacre de nuestra Humanidad fue aquí, a nuestro alrededor, y no hay ni un triste museo del Holocausto. La historia de la Humanidad es una historia de horror”. Y luego, aún con la esperanza de doblegar la fe de la pequeña monja, con la mayor indignación posible, y apenas soportando el dolor que le produce el cáncer, le escupe en la cara lo que él considera el mayor de todos los absurdos: “Que Pio XII se haya quedado sentado, en el Vaticano de oro, mientras Primo Levi era llevado a Auschwitz, no sólo es lamentable, deplorable, es abyecto, inmundo!”A todo esto, la monja, mirándolo con dolor y dulzura, le dice: “Si lo que dice es verdad, si todo no pasa de una serie de crímenes abominables, es una razón más para que exista alguien que nos pueda perdonar”. Alguien que nos pueda perdonar. Jamás habría pensado en esa justificación para tanto horror. En el fondo de cualquier alma, atea o religiosa, existe un deseo solapado, una necesidad urgente de ser perdonados, porque el perdón se parece mucho a la restauración. Porque el perdón es la única manera de borrar del alma tanto infierno.Porque alguien debe estar libre de pecado para tirar la primera piedra. O para elegir no tirarla.Donde todos ven la ausencia de Dios, esta monja ve su razón de ser. Alguien debe existir, en el vasto universo, para perdonar tanta miseria. Alguien debe existir para perdonar. Me pareció, en años, el más lúcido de los argumentos a favor de la existencia de Dios.”Las invasiones bárbaras” no es una película políticamente correcta, o para disfrutar en familia, se habla de eutanasia y se utiliza un lenguaje obsceno que ruborizaría a cualquier cristiano devoto. Sin embargo, Dios está presente. No se lo nombra, pero Él está. Sutilmente. Está presente en el afecto sincero de quienes saben que no fueron los padres que debería haber sido, está presente en la dulzura y la elegancia con la que una adicta a la heroína despide al protagonista, en la fidelidad de los amigos de toda la vida, esta presente en el llanto de una hija que desde el lejano Pacífico le dice a su padre: “Voy a extrañarte el resto de mi vida. Mamá y tú criaron hijos fuertes. Es casi un milagro”.Dios está presente, de manera especial, en la relación de este profesor ateo y socialista con su hijo capitalista.A partir de una relación que ha sido tormentosa toda la vida, el hijo está apunto de desistir de su padre moribundo, cuando su madre le dice, apenas como un comentario sin importancia: “Pretenden tener hijos? Sólo entonces entenderán cómo somos amados por nuestros padres... Cuando tuviste meningitis, a los 3 años, él te sostuvo en sus brazos durante 48 horas, sin dormir, para que la muerte no se te acercara. No tienes como recordar eso”.A partir de este momento, el hijo se transforma en la ejemplificación secular del sexto mandamiento. Y cuando la muerte está ganado la partida, el hijo recibe de su padre, en una de las escenas culmines de la película, esta bendición: su padre lo mira a los ojos y le dice: “Sabes qué te deseo? Deseo que tengas un hijo como tú”.Esta película forma parte de mi videoteca. Se la recomiendo a muy pocos amigos, a quienes sé que no se escandalizarán con el cine independiente canadiense.Pero de vez en cuando la miro. Y la miro con reverencia. Y lloro. Porque lo percibo a Dios a través de toda la película.Y amo la sutileza del Dios que la película ignora y que sin embargo está presente en todo el film.Me emociona la dignidad, la elegancia, la conciencia con la cual se enfrenta a la muerte. Me emociona, especialmente, la delicadeza con la que Dios se hace presente en la vida de aquellos que eligieron no creer en Él.-